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aunque seáis de acero, han de ablandaros;
los tiernos hijos vuestros en los brazos
las tristes traen; ¿no veis con qué señales
de amor les dan los últimos abrazos?
Dulces señores míos: tras cien males,
hasta aquí de Numancia padecidos,
que son menores los que son mortales,
y en los bienes también que ya son idos,
siempre mostramos ser mujeres vuestras,
y vosotros también nuestros maridos.
¿Por qué en las ocasiones tan siniestras
que el cielo airado agora nos ofrece,
nos dais de aquel amor tan cortas muestras?
Hemos sabido, y claro se parece,
que en las romanas manos arrojaros
queréis, pues su rigor menos empece
que no la hambre de que veis cercaros,
de cuyas flacas manos desabridas
por imposible tengo el escaparos.
Peleando queréis dejar las vidas,
y dejarnos también desamparadas,
a deshonras y a muertos ofrecidas.
Nuestro cuello ofreced a las espadas
vuestras primero, que es mejor partido
que vernos de enemigos deshonradas.
Yo tengo en mi intención instituído
que, si puedo, haré cuanto en mí fuere
por morir do muriere mi marido.