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gún género de autonomía. Sus Claustros—lo mismo el Claustro que llamaban ordinario que el Claustro extraordinario—eran algo verdaderamente lamentable. El ordinario no podía reunirse espontáneamente, cuando el quería reunirse; podía, sí, reunirlo el Gobierno ó el Rector para consultarle en cosas completamente platónicas. En cuanto al extraordinario, aquel compuesto del ordinario de todos los Doctores y de todos los Profesores de todos los grados de enseñanza de la población, era más que lamentable; es ese desgraciado Claustro extraordinario, puramente ceremonial, el de las togas, el de aquellos que llevan la cabeza inscrita en un octógono de seda nega, y todas esas cosas meramente rituales. Y es que la Universidad española no era más y no es más que una oficina de togados, sin lazo alguno entre sí; un mecanismo y no un organismo. Porque un organismo es algo que se renueva él mismo: cuando se destruye ó desaparece una célula de él, todas las demás, en conjunto, forman la célula; esto no es una cosa que nace, sino que crece por yuxtaposición de gentes que vienen ya de acá, ya de allá; cuando yo llegué á la Universidad, en la que llevo veinticinco años, no había estado nunca allí y á nadie conocía.

Para remediar esto, se intentó ya alguna vez un proyecto de autonomía universitaria. El primer Ministro de Instrucción pública, D. Antonio García Alix, se dirigió á los Claustros pidiéndoles unos informes, y con estos informes preparaba un proyecto de autonomía universitaria. Cayó el Sr. García Alix—para mí de muy grata memoria—, y entonces recogió aquellos informes y un estado de opinión que parecía existir—no digo que existiera—el que le sucedió en el cargo, que fué el Sr. Conde