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ría la negación de todos nuestros principios democráticos, de todo nuestro régimen político, que una mayoría de los vecinos de la Capital gobernara imperativamente sobre una nación de cuatro millones de habitantes.

La fórmula verdadera es, entonces, la siguiente: La Nación manda y la Capital dirige.

Una protesta ó un veto de la Capital importa una insubordinación, que puede adquirir las proporciones de una rebelión; y esto explica el origen de dolorosos sucesos pasados.

La Capital, entonces, debe limitarse á concurrir á la elección, á la par de cualquier provincia, dentro de su capacidad electoral, y á acatar el voto de la mayoría, sea