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LECTURAS VARIADAS 213


una vez terminada la función, y el sacristán tuvo que batirse en retirada.

Todas estas cosas tenían justamente enojado al padre Castro, que resolvió ponerles término aplicando un co- rrectivo a los audaces y traviesos jovenzuelos.

Cuando se organizaba una razzia de pichones, pasa- ban los de la partida por un angosto zócalo que rodeaba la torre, vaciaban el nido y seguían su camino para bajar por la escalera del campanario, pues por el exiguo zócalo aquél, harto peligrosa era la travesía y sólo mu- chachos de un pueblo montañoso eran capaces de hacer una excursión por aquella acera, debajo de la cual, a más de 10 metros, quedaba la calle.

Uno de tantos días, ya agotada por completo la paciencia del sacerdote, tomó unas disciplinas y esparó a los rapaces.

— Ninguno de ustedes bajará por la escalera — les dijo — sin recibir de mi mano buena azotaina.

Los muchachos se resistian; esquivaban el bulto, roga- ban al padre que pegara despacio, que no volverían a pecar, y, quieras que no, fueron recibiendo su castigo y llevando las marcas que les imprimieran las bien mane- jadas disciplinas.

Entre los de aquella partida había un muchacho de apellido Rufino, niño orgulloso, altivo y valiente.

— Padre : — dijo, — no sutriré que usted me pegue.

— No pasas — replicó el cura — sin recibir tu merecido.

— Déjeme pasar, o me arrojo de la torre.

— Puedes botarte, pues no te libras.

No había concluido de hablar, cuando el niño volaba por el aire en dirección a la calle.

El Padre Castro cayó fulminado por un síncope; no había pensado que Rufino cumpliría su amenaza, que sólo tomó por baladronada de muchacho.