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242 ISONDÚ


79.

Era un hermoso día.

Era un hermoso día de Grecia. El gran cielo puro desplegaba sus velos de oro sobre el valle de Olimpia. Hacia el oriente los montes de Arcadia se alejaban como las olas de un mar iluminado; mientras el vecino Cronio interponía por el Norte su falda de laureles florecidos, y las montañas de Trifilia cerraban al Sud con sus es- carpamientos estériles y pedregosos que brillaban al sol.

En medio del valle asomado por arriba de sus propios muros, coronada de santuarios, ex-votos, de estatuítas innumerables, de pórticos, de carros de triunfo, la ciudad sayreda recortaba sobre el azul del cielo su necrópolis blanca. El radiante medio Cía reverberaba en los mármo- les y chispeaba aquí y alli en la pintura dorada de algún templo.

Fuera del estadio, donde en aquel momento se cele- braba los juegos de la olimpíada nonagésima, todo estaba silencioso y casi desierto. Apenas si algunos vendedores descansaban a la sombra adormecedora de los toldos en Jas tiendas esparcidas por la llanura, o algún sacerdote cruzaba solitario del Altis. Sin embargo, como atraído por el vuelo inseguro del viento, un vago murmullo que se apagaba y renacía por instantes, llegaba del otro lado del Alfeo. Era el bullicio de las mujeres, a quienes las leyes prohibían, bajo pena de ser precipitadas desde lo alto de una roca, la entrada en el circo, y que, reunidas en la margen opuesta del río, se consoloban con escuchar,