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lugar a que los guadúas gigantescos levanten sus flexi- bles tallos, entretejidos por delgados bejuquillos cu- biertos de flores?

¡Sobre el obscuro tejido se yergue de pronto la ga- llarda melena del cocotero, con sus frutas apiñadas en la cumbre, buscando al padre sol para dorarse; el mango presenta su follaje redondo y amplio, dando sombra al mamey, que crece a su lado; por todas partes cactos multiformes; la atrevida liana que se aferra al coloso jugueteando las mil fibrillas audaces que unen en un lazo de amor a los hijos todos del bosque; el ámbar ama- rillo, la pequeña alma que da la tagua, ese maravilloso marfil vegetal, tan blanco, tan unido y grave como la enorme defensa del rey de las selvas indias!

¡He ahí los bosques vírgenes de América, cuyo per- fume viene desde la época de la conquista embalsamando las estrofas de los poetas y exaltando la soñadora fan- tasía de los hijos del norte!

¡Helos ahí en todo su esplendor! En su seno los saínos, los tapiros, los papuares hacen”oír, de tiempo en tiempo, sus gritos de guerra. Junto a la orilla, bandadas de micos saltan de árbol en árbol, en posturas imposibles, miran con sus pequeños ojos candescentes el vapor que vence la corriente con fatiga. Los aires están poblados de mosaicos animados. Son los papagayos, los guaca- mayos, la torcaz y el turpial, las aves enormes y pintadas, cuyo riombre cambia de legua en legua, bulliciosas todas, alegres, tranquilas, en la seguridad de su invulnerable independencia.

MIGUEL CANÉ.

« En viaje. »