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CUENTOS

habitantes de la aldea emprendieron la triste procesión hacia los sembrados sedientos y agonizantes.

Era la hora meridiana, en la cual el sol de Enero parece detenerse en su sitial del cénit, gozándose en la desesperación de los humanos, en el incendio de la vegetación, en el exterminio de la labor del campesino; y así, bajo las llamas que caían sobre sus cabezas y por encima de la tierra candente, los pobres aldeanos emprendieron la triste peregrinación, al rumor agonizante de sus rezos, al monótono pam-pam de los tamboriles rústicos y al lloroso clamoreo de las flautas de los muchachos.

Llegaron al centro de un inmenso sembrado donde el sol caía á plomo, donde las hojas lozanas y las guías atrevidas encogíanse como reptiles al contacto del fuego; colocóse en alto, sobre los nervudos brazos del aldeano viejo la urna con el Niño-Dios de rosada cera, y todo el concurso de rodillas rezaba á grandes voces las rogativas más