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Leyendas de la Casa Provincial

jefe, en su misma figura y vestido!— profirió jadeante el doctor Byles. —¡Esto es una burla horrible!

—Una broma enfadosa, nada más, —dijo Sir Wílliam Howe, con aire de indiferencia. Mas ¿quiénes eran los tres que le precedían?

—El gobernador Dúdley, un astuto diplomátíco, pero a quien sus artificios llevaron a prisión,— replicó el coronel Jóliffe. —El gobernador Shute, antiguo coronel bajo Márlborough, y a quien obligó el pueblo a salir de la provincia; y el sabio gobernador Búrnet, a quien produjo su legislatura una fiebre mortal.

—Imagino que eran unos desgraciados estos gobernadores reales de Massachusetts, —observó Miss Jóliffe. —¡Cielos! ¡Cómo se obscurece la luz!

Era un hecho ciertamente que la luz de la gran lámpara que iluminaba la escalera tornábase ahora opaca y sombría; a tal punto que varias figuras, que bajaron rápidamente y atravesaron el pórtico, más parecían sombras que personas de carne y hueso. Sir Wílliam Howe y sus invitados se mantenían en la puerta de los salones contiguos observando el progreso de este espectáculo singular, con diversas emociones de ira, desdén y terror disimulado; pero, sin embargo, con ansiosa curiosidad. Las sombras, qué parecían apresurarse ahora para unirse a la misteriosa procesión, demostraban su identidad por las notables peculiaridades de su atavío o por rasgos marcados de su manera de ser, más que por la semejanza de facciones con sus prototipos