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Cuentos Clásicos del Norte

—Es suficiente,— dijo Róger Malvin, después de escuchar la promesa de Rubén. —¡Ve, y que Dios te guíe!—

El joven oprimió su mano silenciosamente, volvióse y partió. Sus débiles y vacilantes pasos le hablan conducido muy poco trecho, sin embargo, cuando la voz de Malvin le llamó de nuevo.

—¡Rubén, Rubén! —dijo débilmente; y Rubén regresó, y arrodillándose junto al moribundo.

—Levántame y déjame reclinado contra la roca, —fué su ultima petición. —Mi semblante se dirigirá así hacia mi hogar, y podré divisarte un instante más cuando desaparezcas bajo los árboles.—

Habiendo satisfecho Rubén el deseo de cambiar de postura del moribundo, comenzó otra vez su solitaria peregrinación. Avanzaba al principio más rápidamente de lo que correspondía sus fuerzas porque una especie de remordimiento, que atormenta a veces al hombre en sus actos más justificados, le incitaba a ocultarse cuanto antes a los ojos de Malvin; mas, después de avanzar bastante lejos sobre las crujientes hojas, retrocedió agazapándose, empujado por una ardiente y dolorosa curiosidad, y oculto por las raíces medio enterradas de un árbol caído, miró ansiosamente al hombre abandonado. El sol matinal estaba claro y los árboles y arbustos inhalaban el suave ambiente de mayo; pero había, sin embargo, cierta melancolía en el aspecto de la naturaleza, como si simpatizara con los dolores y sufrimientos de la muerte. Las manos de Róger Malvin se elevaban unidas en ferviente plegaría,