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Aventuras de un cardo

bien, el profesor les acompañaba á dar una vuelta por el jardín, en premio de su buen comportamiento. Pegado al jardín, pero al lado exterior, al pie del seto que lo cercaba, crecía un cardo robusto y vigoroso, cuyas vivaces raíces se extendían y echaban retoños por todos lados, dando al cardo la espesura de un verdadero matorral; y sin embargo nadie se fijaba en él, á excepción del rucio de la lechera, pues ésta tenía la costumbre de atarlo no lejos de aquel sitio, y el animal estirando el cuello cuanto podía, no cesaba de exclamar:

—«¡Oh! ¡qué hermoso eres! ¡con qué gusto te me zamparía!»

Pero el cabestro era muy corto, y el bueno del asno debía limitarse á mirar el cardo con ternura y dirigirle los más finos requiebros.

Un día hubo en el castillo una gran reunión de personas distinguidas, la mayor parte procedentes de la capital, contándose entre ellas un buen número de hermosas jóvenes. La más bella de todas acababa de llegar de lejanas tierras: era originaria de Escocia, de elevada alcurnia y poseía vastas propiedades y grandes riquezas. Era lo que se llamaba un buen partido.

—«¡Qué dicha casarse con ella!» decían los jóvenes; y sus madres eran del mismo parecer:

La bulliciosa juventud empezó á correr por el césped, jugando á la pelota y á otros diversos juegos. Después todo el mundo se paseó por entre los cuadros de flores, y siguiendo la costumbre de los pueblos del Norte, las jóvenes cogieron una flor cada una y la colocaron en el ojal de un caballero. La extranjera invirtió mucho tiempo en esta tarea, pues ninguna flor le agradaba bastante, y no acababa de decidirse, hasta que sus miradas fijáronse en el seto, al otro lado del cual crecía pomposa la mata de cardos con sus flores rojas y azules.

Dibujóse una sonrisa en los labios de la elegante