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Aventuras de un cardo

—«Ahora sí que van á trasplantarme: bien merecido me lo tengo. ¡Quizás me colocarán en un tiesto precioso, donde podré recoger mis raíces entre un lecho de excelente mantillo! Según parece, este es el honor más alto que pueden recibir las plantas.

Tan persuadido estaba de que al día siguiente iban á llover sobre ella las mayores pruebas de distinción, que prometía á la más insignificante de sus flores, que en breve se verían todas reunidas en un jarrón de mayólica, ó que quizás adornarían el ojal de todos los elegantes, lo cual era la mayor fortuna que pueden ambicionar las flores.

Pero no se realizaron esas esperanzas: no hubo para el cardo ni jarrón de mayólica, ni tiesto de barro, ni ojal que se engalanara á expensas de la ambiciosa mata. Las flores continuaron respirando el aire, bebiendo los rayos del sol durante el día, las gotas del rocío por la noche, y al abrirse, no recibieron otra visita que la de las abejas y los abejorros, codiciosos de su jugo.

—«Ladrones!.... Bandidos!... gritaba el cardo. ¡Que no pueda atravesaros con mis dardos! ¿Cómo os atrevéis á robar el perfume de esas flores destinadas á adornar el ojal de los galanes?»

Y a pesar de sus exclamaciones no cambiaba su situación. Las flores acababan por doblarse sobre sus tallos: perdían sus colores, se marchitaban. Pero las sustituían otras nuevas, y á cada una de las que se abrían decía la mata con inalterable confianza:

—«Vienes como pescado en cuaresma: no podías abrirte más á tiempo. De un momento á otro vamos á pasar el seto.»

Unas inocentes margaritas que en raquítico plantel crecían por allí cerca, á fuerza de oir estas razones acabaron por creer cándidamente en ellas, y aun sintieron profunda admiración por el cardo, quien las recompensaba con el más absoluto desdén.