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La Pulgarcilla

no dejaba de visitarla un solo día; solía presentarse con gravedad, dándose humos y hablando siempre de cosas insignificantes, como por ejemplo: de que hacía mucho calor y de que así que pasara el verano y refrescase el tiempo se haría la boda.

La Pulgarcilla en cambio estaba cada día más triste y desmejorada, pues el enojoso topo se le hacía más insoportable. Por esto aprovechaba cuantas ocasiones se le ofrecían, para llegarse hasta el extremo del corredor, á la puerta de la ratonera que daba al campo de mieses, y desde allí cuando el viento separaba las espigas, contemplaba con éxtasis la bóveda celeste mundada de luz del sol.

—«¡Qué buen tiempo y qué claridad reina aquí fuera! se decía. ¡Y verme condenada á vivir en ese tenebroso escondrijo! ¡Oh! Si á lo menos viniese á verme la golondrina, mi querida amiga! Pero cá; corriendo por el bosque ya se habrá olvidado de mí y no la veré más!»

Llegó el otoño, y quedó dispuesta la canastilla.

—«Dentro cuatro semanas será la boda» dijo la rata, y la Pulgarcilla rompió en sollozos, declarando que no quería pasar su existencia unida, á un topo tan soso, tan feo y tan pedante.

—«Vaya, niñadas, repuso la rata. Mira, no hagas tonterías ó te pego un mordisco y verás si saben á gloria mis afilados dientes. ¿Pues qué te has figurado? ¿Dónde se ha visto desdeñar á un topo que lleva una pellica tan soberbia y que tiene sus graneros y su repostería siempre repletos de víveres? ¿No sabes qué deberías hacer? Dar gracias á Dios continuamente, por la ventura que te ha deparado.»

Llegó el día de la boda y se presentó el topo para llevarse á la Pulgarcilla á su palacio subterráneo, en donde había de vivir en adelante y para siempre, sin tener siquiera el recurso de hablar del sol ya que al topo sólo oirlo nombrar le horrorizaba. La pobre niña estaba consternada y llamando, á la