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Historia de una madre

—«De fuera de aquí nada necesito, contestó la vieja. Dame tu larga y sedosa cabellera negra; es muy rica, me gusta y deseo trocar con ella mis pobres canas.»

—«Nada más? dijo la madre. Tómala enhorabuena.»

Y se arrancó sus magníficos cabellos que un tiempo fueron el orgullo de su juventud y se puso en su lugar las canas cortas y escasas de la vieja. Esta la tomó luego de la mano y juntas entraron en el vasto invernáculo donde crecía formando soberbias espesuras una vegetación maravillosa. Jacintos delicadísimos colocados bajo campanas de cristal estaban junto á peonias hinchadas y vulgares. Veíanse plantas acuáticas, las unas exuberantes de savia y las otras casi marchitas y con las raíces rodeadas de asquerosas culebras. Algo más lejos se erguían esbeltas palmeras, copudas encinas y frescos plátanos, y en un rincón extraviado ostentábanse grandes cuadros de perejil, tomillo y otras yerbas de cocina, emblema del género, de utilidad que prestan aquellas personas modestas cuya vida simbolizaban. Había además grandes arbustos plantados en unas macetas tan angostas é incapaces que parecían que iban á estallar, y en cambio míseras florecillas ocupaban ricos y holgados vasos de porcelana, absorbiendo el más sustancioso mantillo, rodeadas de musgo y siendo objeto de los más exquisitos cuidados. Todo esto representaba la vida de los hombres que existían en aquel momento, desde la China hasta Groelandia.

En vano la vieja trataba de explicar detalladamente disposición tan misteriosa; la madre no la oía y no cesaba de pedir que la acompañase junto á todas las pequeñas plantas, tentándolas y palpándolas con afan para percibir sus pulsaciones; hasta que después de haberlo verificado con millares de