una hebra de seda que tenía enredada entre los dientes.
—¡Dolores!
—¿Qué?—murmuró la mayor, sin interrumpir la costura, —Que nos quedamos a oscuras, chica.
—Si no me das otru noticia...
—Pero es que yo a oscuras no coso. ¿Hay petróleo?
—Ni miaja.
—Cabos de vela?
Tampoco. ¡Echa cabos!
—Pues entonces, ¿qué haces ahf, ionta?
A dormir. A mi ya me duele el cuerpo de estar doblada.
Suspiró Dolores, y el quinqué, suspirando también estertorosamente, dió principió a su rápida agonía. Apenas tuvieron tiempo las costureras de echar la labor sobre un sofá inmedialo, cubriéndola con un lienzo; tal fué de pronta la muerte de aquella angustiada luz. Al quedar en tinieblas, el primer movimiento de las dos muchachas fué soliar la risa. ¿Acertarían con la cama? A tientas, y con las manos extendidas, avanzaron en busca de sus lechos, tropezándose en mitad del camino, lo cual las puso de mejor humor, si cabe.
—Ahora no te equivoques, y por acostarte en la cama te acuestes en el sofá—exclamó Dolores.