en casa de una lechera que vivía a dos leguas, en una aldehuela sana y alegre; al mes y medio la niña regresaba robustecida, curada de su tos y acostumbrada a comerse una libra de pan de maíz en un cuartillo de leche. Dolores la adoraba: ya no tenía más pensamiento que aquella criatura. Anhelaba borrar lo pasado y proteger a Concha. Aborrecía a los hombres; que no la hablasen de bailes ni de jaleos. Confesbase, primero cada mes, luego cada domingo. Ya no necesitaba el socorro de los paúles, y se había apresurado a decirselo, redimiéndose, no sin cierto vanidoso contentamiento, de una protección que el artesano laborioso juzga siempre humillante, por lo que trasciende a limosna. Mas le restaba el auxilio moral, la recomendación de las socias, que jamás la consintió carecer de trabajo. Prefería las casas al taller, porque en las cocinas la permitían dar de comer a Concha, y aun le rogaban que la llevase. enamorados de la hermosura y despejo de la rapaza. Así que ésta fué creciendo y pudo coser también, se hizo preciso mudar de sistema y volver a los talleres; no era fácil que en las casas facilitasen labor a dos modistas a un tiempo, y antes se dejaría Dolores cortar una mano que apartarse una pulgada de su chiquilla, alta ya y formada, tentadora como el fruto que empieza a madurar. ¡Eso sí que no! Para desgraciada bastaba
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Apariencia