ella; a Concha que no la tocase ni el aire; corría de su cuenta defenderla con dientes y unas. Todo cuidado era poco en aquella ciudad de Marineda, donde chicos del comercio, calaveras y señoritos ociosos no pensaban más que en seguir la pista a las muchachas guapas. Temía Dolores, en particular, a los señoritos: ¿por qué no se dedicaban a las de su clase? ¡Tanta señorita sin novio, y las artesanas obsequiadas, perseguidas, cazadas como perdices! Mirando lo que sucedía, era cosa de temblar: ¡cuántas chicas preciosas, que serían buenas si no hubiesen tropezado con un picaro, y que se veían perdidas, desgraciadas para siempre! Unas, leniendo que mantener dos y tres criaturas; otras, descendiendo poco a poco desde el primer desliz hasta caer en la vida airada... Daba compasión. ¡Y el lujo! Eso, eso era lo que ponía a Dolores fuera de sí. ¡Bailes, chaquetas de ferciopelo, disfraces en Carnaval, botitas de a cuairo duros! ¡Muchachas que ganaban una peseta y cinco reales diarios, digame V., por Dios, de dónde lo han de sacar! Ya se sabe: teniendo un oficio de día y otro de noche.
¡Malvadas!
No eran fales soliloquios nuevos en Dolores, sino tan antiguos como las inquietudes respecto a su hermana; mas lo curioso del caso fué que, sin que un solo día dejase de