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Página:Cuentos de Marineda - bdh0000109075.pdf/18

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Cuentos de Marineda

noche, al regresar a su casa, Concha sacó del bolsillo un papel blanco dobladito, y echándolo en el regazo de la hermana, dijo desenfadadamente: —Mira eso.

Dolores lo cogió palideciendo, con dedos ávidos. Era una declaración amorosa, y al través de las frases, tomadas indudablemente de algún libro de fórmulas epistolario—amatorias, de los volcanes que ardían en el corazón, las amorosas llamas y otras simplezas por el estilo, percibió Dolores así como un olor de honradez, que se exhalaba de la gruesa letra, del tosco papel, y, sobre todo, del párrafo final, que contenía una proposición de casamiento y una afirmación de limpios y sanos propósitos.

Respiró. Al menos, no era un señorito, sino un artesano, un igual suyo, resuelto a casarse.

¡Casar a Concha, ante el cura, con un hombre de bien, era el ensueño de Dolores! Creyó, no obstante, que su dignidad la imponía el deber de enojarse un poco, y de exclamar: —¿Y cuándo te han encajado este papelito, vamos a ver?

—Hoy... Cuando pasé al cuarto para vestirme, alli detrás de la decoración me lo dió.

—Valiente papamoscas! ¿Y tú. qué dices?

—Mujer... ¿Y qué he de decir? Si me pide que le conteste, le diré que hable contigo antes.