—Eso es, eso es; las cosas derechilasmurmuró Dolores del todo satisfecha.
Y así sucedió. Dolores no cabía en sí de júbilo. Fué a contar al confesor el caso, y encareció las prendas del mozo, un chico honrado, formal, un ebanista, que tardaría en casarse lo que tardase en poder establecer por cuenta propia un almacén de muebles. Nadie le conocía querida: ni jugador. ni borracho.
Vivía con su madre, muy viejecita. En fin, sin duda la Virgen del Amparo había oído las oraciones de Dolores. Otras andaban tras de los señoritos, de los empleaditos, de los dependientes de comercio: ay para qué? Para salir engañadas, como había salido ella.— Cada oveja con su pareja, hija,—confirmó tranquilamente el Padre.—Sólo que... a pesar de todas las bondades del novio... conviene no descuidarse, ¿eh? Tu obligación es no perderles de vista, hasta que tengan encima las bendiciones.
¡Buena falta le hacía a Dolores el encargo!
¡Perderles de vista! Nunca estuvo más adherida a su hermana. Los novios se veían al salir del raller; él las acompañaba hasta su casa.
Veianse también en el Casino, los días de función o ensayos, sólo brevisimos instantes, pues Dolores no quería dar espectáculo. ¡I.a genre es tan maliciosa! Dando una vuelta en su cama, Dolores pensaba en el día de la boda,