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Página:Cuentos de Marineda - bdh0000109075.pdf/25

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E. Pardo Bazán

muy tiesos, con las puntas de los dedos amarillentas y arrugadas, y mientras Concha los soplaba con ardor para despegar aquellas malditas puntas, que delataban el paso ineficaz de la bencina, Dolores, por medio de una plancha caliente, estiraba varios cintajos, lacios como tripas de pollo, dedicándose después a frolar con miga de pan los zapatos de raso y a pegar con goma una varilla del abanico.

Las cosas que iban estando dispuestas pasaban a una cesta, cuidadosamente colocadas; de pronto, Concha se dió una palmada en la frente.

—¿Qué te pasa?

—¡las medias! ¡Que se nos olvidaban las medias!

—¿Qué más da? Liévalas blancas.

—¡Mujer... son tan cursis! ¿Tienes agua caliente?

La pondré a calentar.

—Anda, que se lavan y se secan pronto...

A la noche están sequitas.

En tanto que Dolores jabonaba el par de medias azules, Concha, cosiendo el dedo de un guante, se preguntaba a sí misma en voz alla: —¿Tendrán que hacer esto las cómicas el día que representen?

—No, mujer...—murmuró Dolores.—Esas lo tienen todo arreglado.