—Mira, vete, vete... No me acordaba ya...
No puedes acompañarme hoy.
—¿Por qué, chica?
—Porque voy sola... No me hizo otro encargo Dolores.
¡Vaya con la ocurrencia!—exclamó 4 súbitamente enojado. deteniéndose ante un escaparate en que brillaba ya ei gas.—¡Pues the gusta! ¡Sólo eso faltaba! No seas tonta; yo te acompaño. ¿Qué necesidad hay de que se lo cuentes a tu hermana?
Concha le miraba con sorpresa, viéndole de levita. Era una levita negra, arrugada y floja en los sobacos, que caía mal, amién de relucir demasiado, conociéndosele los dobleces de las prendas guardadas mucho tiempo en cajones; no obstante, la negrura del paño y la blancura de la pechera limpia realzaban la varonil presencia de Ramón, mocefón arro gante y guapo, aunque fosco; de ancho pecho, obscura barba, pelo rizoso y grandes y vigorosas manos. Concha se sonrió.
—¿Por qué vienes tan elegante?
—¿No sabes que tengo que cantar en el Orfeón? Ayer toda la noche hemos estado ensayando la Barcarola nueva, Ella bajó la cabeza dándose por convencida; de repente volvió a ocurrirsele lo que diría Dolores.
—Anda, lárgate, que no tengo gana de fies