vida, y le miró dulce y amorosamente. Entraban en el jardin público que seguía al paseo, y en el cual la oscuridad era mayor, y completa la soledad y el silencio, a menos que una ráfaga de vientecillo marino sacudiese los siempre verdes evónimus haciéndoles murmurar cosas tristes. Concha se apoyo en el brazo de su novio. Al hacerlo, su codo trapezó con algo que abultaba debajo de la levita.
—¿Qué llevas aquí?—preguntó.
—Nada, —¿Cómo nada, y sobresale que parece un mollete de pan?
—Mujer... si no es cosa que fe importe.
—LA ver, a ver?
De mala gana se desabrochó él y sacó un objeto elíptico, formado de hojas de laurel engomadas, muy tiesas, y rematado en largas cintas blancas con flequillo de oro al extremo.
A pesar de la oscuridad, aun quedaba suficiente luz crepuscular para que distinguiese Concha que era una corona.
¿Y esto?—preguntó afanosamente, entre alegre y furbada.
—Ya lo ves.
—Una corona... ¿Para quién?
—¿Para quién ha de ser?
—¿Para mí? ¡Qué locot ¿Y no me reñías antes por representar?
—Una cosa es una cosa, y otra es otra...