cadas en el sofá. nerviosas como dos gafas que se disponen a sacar las uñas y mirandola de reojo, con pupila fosforescente. Un sutil calor empezó a difundirse por su alma, transformándole la voz, que con sorpresa de la misma Concha se timbró en nolas peneirantes y apasionadas. Gormaz, observando esta favorable metamorfosis, aplicaba leria a la hoguera.
—Ya ve V. que en este acto está V. celosa... Hay que revelar esos celos en el acento, en la fisonomía... ¡Su marido de V. la está engañando; V, no se ha de quedar tan fresca!
A veces, Concha, cuando decía una frase con vehemencia, avergonzábase un poco y soltaba la risa.
—¡Ay, Dios mío!... Don Manolo, estoy exagerando, ¿verdad?
—No, hija, no... En esa situación hay que poseerse, así como en el primer acto debe Vmás bien aparecer fría y coqueta... ¡Bien dicho, bien! Animo... a la escena con la criada...
Rosalía, hija, ¿me lace V. el favor?
—¿Eh?—murmuro Rosalia con displicencia.
—Pues ahora es la escenita de V..... La carta.
—¡Ay!... V. dispense... Como no se ha fijado V. nada en lo que dije antes, creí que...
Encogióse Gormaz levemente de hombros, y resignandose, prestó alguna atención al dejo sevillano contrahecho de la estanquera. Era