—Ahi fuera... Vuelvo en seguida—contestó el ebanista reconociendo al director del Orfrón.
—No olvidarse... Mire V. que la Barcarola se canta en el otro entreacto.
Ramón salió del edificio como un loco. Al verse fuera, se paró un minuto. La corona le estorbaba allí, debajo de la levita, en el pecho.
La cogió y la despidió, balanceándola por las cintas, a no sé cuantas metros de distancia.
¿Volver al teatro? ¿Oir de nuevo las voces, que penetraban como lancetas en todo lo que él más quería, en la reputación, en la gargania, en la carne de Concha? Jamás. Y silbando, de puro desesperado, la Barcaroladesapareció.
Mientras lanio, Concha experimentaba un sensación muy extraña. Aquel público, aburrido en el primer acto, vacilante en el segundo, ahora se volvía todo ojos y entusiasmo para la joven aficionada. Sólo el que lo ha presenciado puede darse cuenta de cómo se trans euten mucho más rápidamente que por telégrafo—las nuevas en un teatro, paseo 0 reunión de provincia. La muerte o enfermedad repentina, la llegada del personaje notable, la dispula acalorada que puede parar en lance de honor, y hasta la plática amorosu, que naluralmente pasa sólo entre los dos interesados, todo corre y se sabe a los pocos minutos, y