bién, consultando el reloj y haciendo el miestos ruido posible. En las butacas se habrían baslantes claros. Dolores y Concha, habiendo confiado la cesta al conserje, se escabulleron arrebujadas en sus mantones. Encontrábanse cansadas, como gente que no ha dormido en varias noches y ha trabajado siempre. Ambas guardaban silencio, porque tenían en qué pensar. y sus pensamientos no iban acordes. Al recogerse, no hubo conversación de cama a cala.
Cualquier bicho exiraño, cualquier alimaña inverosimil que viesen entrar por la ventana del lejado el día siguiente a eso de las ocho, les causaría menos sorpresa que la aparición repentina de Gormaz, previos dos golpecitos muy discretos a la puerta y un—dan Vás, su permiso?—de lo más respetuoso. Venía el pobrecilio ahogándose con el asma, por la subida a aquel cuarto abultardillado, no muy distante del cielo. Brindáronle atentamente el usiento de preferencia en el quebrado sold; pero él, a fuer de cumplido caballero, lo retusó, contentándose con una silla de rejilla basfante desvencijada. Su arenga salió entre ioses, gargajeos sofocados, y angustiosos anhelos de la respiración. ¿Cómo no habian adivinado a que venía? Pues era bien fácil de suponer, conocidas las buenas disposiciones de Conchita, que no permitían ni por un mo