No paró Dolores hasta San Efrén. Al entrar en la iglesia, casi desierta a aquellas horas y bastante obscura, experimentó algún alivio y su cólera amainó instantaneamente. Ya le pesaban los arrebatos de la mañana... No hay cosa más calmante que el reposado y aromático ambiente de los templos. El agua bendita que Dolores tomó al entrar la refrescó la frente y la sosegó las hirvientes ideas. Dirigióse a la izquierda. hacia la capilla de la Virgen del Amparo, cuya devola imagen, alumbrada por una lámpara sola, se destacaba misteriosa y galoneada de oro en el sombrío hueco del camarín. En un ángulo al lado del confesonario, se ucurrucaban dos seres vivientes, dos viejas, la una arrodillada, confesándose con voz sibiante: la otra sentada en un banquillo aguardando su turno. Dolores se determinó a tener paciencia, e hincando a su vez la rodilla ante el camarín, ensartó algunas salves y ave marías, para entretener el tiempo, Cuando las dos viejas salieron arrastrando los pies, apresuróse a tomar sitio al pie de la reja. El confesor se inclinó hacia la penitente: sólo se columbraba de él, al través de la apretada celosfa, una punta de nariz afilada y ascética, y el cóncavo de una oreja inteligente, abierta para escuchar y entenderlo todo. Hablaba bajito, pero muy distintamente.
—Te he visto entrar... the ba parecido que