LA DAMA JOVEN
Aun ardía el quinqué de petróleo, pero icon qué tufo tan apestoso y negro! Para alimentar la carbonizada y exprimida mecha quedaban sólo en el fondo del recipiente unas cuantas golas de aceite mineral, envueltas en impurezas y residuos. La torcida, sedienta, se las chupaba a toda prisa.
Renegando de la luz maldita, subiéndola a cada momento, cual si, a falta de combustible, pudiese mantenerse del aire, las dos hermanas trabajaban con ardor. En medio del silencio de las altas horas nocturnas, se oía distintamente el choque metálico de las tijeras, el rechinar de la aguja picando la seda y tropezando contra el dedal, el crajido de la tela a cada movimiento de la mano. ¡Qué léstima que se apagase el quinqué! Estaban en lo mejor de la faena: mas la luz, que no gustaba miramientos, parpadeó, y con media docena de bafidos y chisporroteos avisó que no tardaría en cerrar sú turbia pupila. La hermana menor levantó la cabeza, respirando y escupiendo para soltar