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lio acometí la empresa de penetrar en la sólida masa de la pirámide. Despues de largos trabajos logré descubrir uno de los tránsitos secretos del edificio; le seguí, y arrastrándome al traves de un laberinto lóbrego y espantoso, me introduje en la cámara sepulcral del centro, en donde reposaba hacia muchos siglos la momia del gran sacerdote. Rasgué sus vestiduras esteriores, y desatando las vendas que ceñian el cadáver, hallé al fin el precioso volúmen. Cogíle con mano trémula, y salí presuroso de la pirámide, dejando á la momia del gran sacerdote esperando el último dia en el silencio y la oscuridad de su sepulcro.

—¡Hijo de Abou Agib! esclamó Aben-Habuz, eres ciertamente un gran viagero, y has visto cosas ma-