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entrase el cantor. Viéronse los dos amantes y fueron discretos, pues se contentaron con dirigirse mútuamente algunas tiernas miradas que decian mucho mas que largos discursos. Nunca se vió triunfo mas completo: las rosas aparecieron de nuevo en las megillas de la encantadora Aldegunda; sus labios recobraron su frescura, sus ojos su brillo seductor.
Mirábanse atónitos los médicos, y el rey consideraba al beduino con una admiracion mezclada de respeto. «Jóven prodigioso, esclamó, quiero que seas mi primer médico, y jamas tomaré otros remedios que tu dulce melodía. Por ahora recibe la recompensa que te es debida; elige la joya mas preciosa de mi tesoro.
—Ó rey, contestó Ahmed, el