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HORACIO QUIROGA

¡Más cer-ca toda-vía!—repitió el tigre.

El pobre loro se acercó aún más, y en ese momento el tigre dió un terrible salto, tan alto como una casa, y alcanzó con la punta de las uñas a Pedrito. No alcanzó a matarlo, pero le arrancó todas las plumas del lomo, y la cola entera. No le quedó una sola pluma en la cola.

¡Tomá! — rugió el tigre — Andá a tomar té con leche...

El loro, gritando de dolor y de miedo, se fué volando. Pero no podía volar bien, porque le faltaba la cola, que es como el timón de los pájaros. Volaba cayéndose en el aire de un lado para otro, y todos los pájaros que lo encontraban, se alejaban asustados de aquel bicho raro.

Por fin pudo llegar a la casa, y lo primero que hizo fué mirarse en el espejo de la cocinera. ¡Pobre Pedrito! Era el pájaro más raro y más feo que puede darse, todo pelado, todo rabón, y temblando de frío.

Cómo iba a presentarse en el comedor, con esa figura? Voló entonces hasta el hue-