Le dieron pan, uvas, chocolate, carne, langostas, huevos, riquísimos huevos de gallina. Lograron que en un sólo día se dejara rascar la cabeza; y tan grande es la sinceridad del cariño de las criaturas, que al llegar la noche, el coatí estaba casi resignado con su cautiverio. Pensaba a cada momento en las cosas ricas que había para comer allí, y pensaba en aquellos rubios cachorritos de hombre, que tan alegres y buenos eran.
Durante dos noches seguidas el perro durmió tan cerca de la jaula, que la familia del prisionero no se atrevió a acercarse, con gran sentimiento. Y cuando a la tercera noche llegaron a buscar de nuevo la lima para dar libertad al coaticito, éste les dijo:
—Mamá: yo no quiero irme más de aquí. Me dan muchos huevos y son muy buenos conmigo. Hoy me dijeron que si me portaba bien me iban a dejar suelto muy pronto. Son como nosotros. Son cachorritos también, y jugamos juntos.
Los coatís salvajes quedaron muy tristes,