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CUENTOS DE LA SELVA

lluvia de aguijonazos, como puñaladas de dolor, lo detuvieron en seco: eran otra vez las rayas, que le acribillaban las patas a picaduras.

El tigre quiso continuar, sin embargo; pero el dolor era tan atroz, que lanzó un alarido y retrocedió corriendo como loco a la orilla. Y se echó en la arena de costado, porque no podía más de sufrimiento; y la barriga subía y bajaba, como si estuviera cansadísimo.

Lo que pasaba es que el tigre estaba envenenado con el veneno de las rayas.

Pero aunque habían vencido al tigre, las rayas no estaban trauquilas porque tenían miedo de que viniera la tigra, y otros tigres, y otros muchos más... Y ellas no podrían defender más el paso.

En efecto, el monte bramó de nuevo, y apareció la tigra que se puso loca de furor al ver al tigre tirado de costado en la arena. Ella vió también el agua turbia por el movimiento de las rayas, y se acerco al río. Y tocando casi el agua con la boca, gritó:

—¡Rayas! ¡Quiero paso!