LOS RIZOS
Cuando pasa la reducida cajita blanca con bros va camino del cementerio, no volvemos la cabeza siquiera. El tráfago de vivir es tal, que no hay tiempo de mirar cómo desfila la muerte, segando capullos con el mismo brio certero con que siega los árboles añosos.
Aquella caja, sin embargo—rosados eran los filetes—, me obligó a recordar un incidente ya olvidado... La señora que me acompañaba me refrescó la memoria.
—¿Sabe usted de quién es el entierro? Pues de la chiquilla bonita que le llamó a usted la atención..., ¡y mucho!, en la visita a las escuelas municipales, cuando fuimos a designar las niñas para la Colonia escolar del año...
—Hace ya lo menos dos o tres que sucedió eso... Sí, me acuerdo ahora perfectamente: una criatura morena, de facciones de cera, perfiladitas, con unos ojos oscuros, grandes, que le comían la cara, y unos rizos negros también, flotantes por los hombros; una melena maravillosa... ¿Y es esa?
—Esa misma...