quedóse él envuelto en el profundo respeto del horror de la infeliz..., sin saber ni qué decirla para no agrandárselo. La mano había ido a reforzar en el pañuelo, con la otra el vano empeño de atajar el llanto inagotable. La frente y los hombros habían tenido que apoyarse contra el bastidor de la ventana..., y se diría que iba a caerse...
— Pero, Margot, ¿qué te pasa? — acorrió, metiendo los brazos por los hierros, con el fin de sostenerla, el que un momento lo temió.
Sino que ya ella había recobrado por sí misma el equilibrio, y exclamó, tras otro instante en que contuvo los raudales de sus lágrimas:
— ¡Vete, por Dios! ¡No estoy buena! ¿Lo estas viendo? Me mareo... Por eso no quería salir a hablarte... ¡Vete! ¡Estoy muy mal!
— ¡Oh, sí, bien, mi Margarita!... ¡Pobre! Entrate..., y cuídate y olvida... ¿Quieres que avise en el portal a una criada para que te lleve?
— No... ¡Adiós!
Sin prisa, al fin, ella le cogió una mano y se la estrechaba con fuerza.
Se la estrechaba con fuerza, con fuerza..., con un frío en la mano suya y con una infinita avidez que heló a Athenógenes.
— ¡Adiós! ¡Adiós! — repetía ella —. ¡¡Adiós!!
Y, lejos de soltarle, oprimíale más, toda recta y fija ante él, con una inmovilidad de mármol, hasta darle miedo. Tenía esto la traza de una eterna