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6 — Felipe Trigo

entonces, ¡adiós, teatro!..., llegábamos a la salida. Como ocurría muchas veces.

Ella muy de prisa, yo a su lado, un poco detrás, no muy cerca, con mezcla del respeto galante del caballero a la dama y del respeto grave del groom a la duquesita. Cuando en la vuelta de una esquina rozaban mi brazo sus cintas, yo le pedía perdón. Mirábala sin querer a la luz de los escaparates, y cuando alguna mujer del pueblo quedábase parada floreándola, yo la decía: "Mira, ¿oyes?", y sonreía ella triunfante como una reina.

No hablábamos. Todo el tiempo perdido en casa procuraba, desalada, ganarlo por el camino. Llegaba ál teatro sin aliento. Y allí, por última vez, en el pórtico vacío, analizándose rápida en las grandes lunas del vestíbulo, mientras yo entregaba los billetes: — "¿Estoy bien, de veras?" — me interrogaba para que contestase yo indefectiblemente y un mucho orgulloso de su gentileza:— "¡Admirable!"

Porque, eso sí, ella confiaba en mi rigor. Le hubiera dicho la verdad, al menor detalle que artísticamente no juzgase digno de su figurilla aristocrática, aunque nos hubiera costado renunciar a la función.


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Los gemelos la buscaban.

¿Quién es? debían preguntarse unos a otros en las butacas, en los palcos. Algunos amigos