Página:Cuentos para los hombres que son todavía niños.djvu/38

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no lobo! Sabía mirar tan hondo con sus ojos encendidos como ascuas.

Caperucita no pudo escapar de esa red hábilmente entretejida de sutiles encantos, y murió, triturado el corazón entre los dientes de aguja... ¡Pobre Caperucita Roja, frágil cosita de sueño! ¡Con qué pena debemos llorar la muerte de tu alma de flor!

En un país cuyo nombre no recuerdo —de esto hace mucho tiempo,— vivía una señora viuda que poseía, como inmenso y único tesoro, una hija. Era la niña tan linda, tan blanca, tan rubia, tan suave, cual rayo de sol, cual copo de nieve; era ángel humano cuya carne fuese hecha de raso y pétalos.

La viuda adoraba a su hijita; ella correspondía a ese cariño con beata sumisión.

Caperucita debía su nombre al traje que