—¡Oh, sí! —respondió juntando las manecitas; y agregó tristemente. —Pero no se pueden pescar; son tan ligeros como los gusanillos de luz que echa el sol sobre el río cuando va a morir.
—Caperucita, ¿quieres pescaditos? Yo iré a buscarlos para tí. Mañana los tendrás.
—¡Oh sí! ¡Oh sí! —exclamó llena de júbilo;— traeré una tacita de porcelana para llevarlos a casar.
—¿Me prometes que vendrás —preguntó el joven tomando una de las inquietas manitas— y no dirás nada a nadie?
—¿Por qué no podría contárselo a mamá?
¡Se pondría tan contenta!
—No, tontuela; mejor es ofrecérselos de improviso.
—Tiene usted razón. Pero ya es tarde y debo marcharme. Puede notar mi madre que he estado en el río. Adiós, señor pescador.
—Adiós Caperucita, hasta mañana.