RUBÉN DARÍO
llamas de dos bujías que formaban, no sé
cómo, algo así como los cuernos luminosos
de Moisés. El doctor enderezaba hacia mí
sus grandes gestos y sus sabias palabras .
Yo había soltado de mis labios, casi siempre
silenciosos, una frase banal cualquiera. Por
ejemplo, ésta: «iOh, si el tiempo pudiera de-
tenerse!» La mirada que el doctor me diri-
gió y la clase de sonrisa que decoró su boca
después de oir mi exclamación, confieso que
hubiera turbado a cualquiera.
— Caballero— me dijo saboreando el cham-
paña — ; si yo no estuviese completamente
desilusionado de la juventud; si no supiese
que todos los que hoy empezáis a vivir estáis
ya muertos, es decir, muertos del alma, sin
fe. sin entusiasmo, sin ideales, canosos por
dentro; que no sois sino máscaras de vida,
nada más... sí, sino supiese eso, si viese en
vos algo más que un hombre joven de fin de
siglo, os diría que esa frase que acabáis de
pronunciar: «jCh, si el tiempo pudiera dete-
nerse!», tiene en mí la respuesta más satisfac-
toria.
— ¡Doctor!
— Sí, os repito que vuestro escepticismo
me impide hablar, como hubiera hecho en
otra ocasión.8