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Rugido de fiera que alarmaba de lúgubre a des- hora de la noche, indignando a unos, mortificando a otros. Solamente, despreciando a la morralla, indi- gerente a los gritos y a los terrores, el enfermero es- “taba en la silla de brazos, en el cuarto de madruga- da, con el Rocambole en la mesa, la linterna al lado, la pipa encendida para matar el sueño, y cierta idea golosa en dos dedos de carne femenina y sana...

Su sensación dominante era un odio de la vida negra sembrada de miserias en que se amortiguan afectos y buenos impulsos, todas las lealtades de la estimación, las abnegaciones de la sangre y los flúi- dos de una simpatía que a veces instantáneamente se contrae. Porque el tirocinio de la profesión, de- sierta de risas, constantemente enfrente del estertor, de la alucinación y del sufrimiento, el eterno espec- táculo de cuerpos enfermos, poniendo al desnudo las podredumbres del temperamento y de las facul- tades, la crudeza de los instintos y los aullidos de la codicia y del odio, le había despojado del ideal de generosidad, estancando las fuentes del bien, de la paciencia y del amparo, cuanto es inherente a la in- teligencia y se bebe de saludable en la educa ción...

¡Oh, la Julia, qué entrecejo prometedor!... Y se estiraba amorosamente, en un desperezamiento lú- brico; con la cabeza hacia atrás, en la molicie soño- lienta que hace (por decirlo así) atmósfera al deseo. Con la boca abierta, caídos los brazos, la pipa derri- bada sobre el capotón, quedó roncando, hinchado como un odre, y veíasele el bigote caído en las co-

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