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FIALHO D'ALMEITIDA

garrenes, la amarillenta pelambrera del pecho, em- pastada y fría como pelos de perro muerto al relen- te... Los pequeños tenían un miedo fúnebre de mirar- le, lloraban al sentirle venir, negándose a recibir to- do lo que él compraba para darles, en sus momen- tos generosos de dinero... Una noche, £l Tromba enfiló bruscamente por el subterráneo antes de que Clara tuviese tiempo de gritar, descalzo, cansado, más lívido que de costumbre; y sin una palabra, le tendió en la mano abierta algunas libras... Ella iba tal vez a tocar, des.umbrada, sin darse cuenta de nada. Pero Al Tromba retrocedió y en cenvulsos sobresal- tos donde chirriaba la dentadura con rumores álgi- dos (1) de osamentas, en un torbellino de wals ma cabro, le dijo:

—Si quieres, ven a acostarte,

Y como ella no decía nada, él añadió:

—Las robé al patrón, no se lo digas a nadie... Tie- ne mucho dinero y yo sé dónde está...

Clara se estremeció de horror. Él dijo:

—Anda a dormir...

Y de su barbilla en cornucopia, ante aquella idea de placer, una baba hidrófoba le pingaba en gran- des gotas turbias... Llorando, vuelta hacia un pasado mejor, la pobre mujer recordaba entonces al hombre tan fuerte y tan mozo, a quien se había entregado

(1) Fialho d'Almeida usa el adjetivo álgido en su verdadero y justo sentido, como yo procuro usarlo siempre en castellano, como lo superlativo de frío, y no en ese modo viciado con que viene empleándose hace tiempo en lengua española, como para designar lo más cálido y ardiente. Algido del verbo latino a/gere es «lo más frio».—/N. del T.

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