t LA CIUDAD DEL VICIO
tecen torciéndo!os como quien tuerce amarras.
El no se convencía, mostrábame el cuerpecito de su pequeño molusco que se alargaba de mes en mes y tenía por la mañana los tonos viejos del cardeni- llo, funestos y miserables...!
—¡Si no tiene fuerzas para nadal... El señor habla- ba bien, pero vamos a éste le reventaba una vena...
En voz baja, poniéndome en la espalda su mano peluda, añadió:
—Ataques, dos y tres por día.
—Hijo de mala simiente nunca llega a ser buen árbol...
—¿Tiene madre? dije al azar.
Estuvo sin responder; por fin dijo:
—¡Murió, pobrecita! Aún traemos luto como ve... y me mostraba la camiseta...
¡Yo entonces reconocí el mayorazgo del camino de hierro, pobre hombrel... Estaba más viejo, la barba toda blanca, el rostro demacrado y surcado de arrugas. Y de allí en adelante, todas las tardes dábamos una vuelta a la orilla del mar, fumando ci- garros en la mejor camaradería. Hablábame llana- mente de su trabajo y de la vida de provincia, cuán- to le rendía el corcho y cómo era más barato poner abono de arado.
A veces concentrábase y con las manos detrás de la espalda seguíame sin un rumor. Era de uma ti- midez exagerada y susceptible, pidiendo a cada pa- so disculpa, incapaz de dar Órdenes o de hacerse valer. Y en el hotel decía a los criados que le ser- vían:
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