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XI

LA INDIGESTIÓN

E: un pequeño país de sol, batido por los vien- tos, surcado de blancas serranías y cubierto de naranjos, celebridades e historias cómicas, goberna= ba un bueno y gorducho rey, Menelao de nombre, de mediana estatura y vientre esférico, lleno de be- névolas ociosidades para su pueblo, y señor de unas blancas manos de prelado que, en punto a actividad solo sabían dejar caer entre los dedos las bellas mo- nedas de los erarios públicos. Venía el rey Menelao de una ascendencia muy noble y antigua, que en los blasones ostentaba símbolos de todas las noblezas en campos de mil colores; y en sus venas había con- seguido hacer circular un precioso licor hecho con sangre de todas las dinastías de la tierra, desde las más antiguas hasta las más modernas. Este licor blan- co como leche, (tan noble había conseguido destilarse en las sucesivas edades) tenía una composición ex- traordinaria de anemia, infecundidad, pureza, tris- teza y dulzura... Por su color separaba al rey de los hidalgos que lo tenían azul aguado y del pueblo que siempre lo había derramado rojo por obedecer a su

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