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DAVID COPPERFIELD.

Acepté el penique con gratitud y compré un panecillo que comí, siguiendo la direccion que me indicó aquel cochero caritativo. Tuve que caminar largo tiempo; pero por último distinguí las casas que me habia dicho, y entré en una tiendecilla de comestibles, donde pregunté á un hombre que pesaba una libra de arroz :

— ¿Tendreis la bondad de decirme dónde vive miss Trotwood?

La jóven á quien estaba sirviendo el arroz, creyó que la pregunta iba dirigida á ella y respondió :

— ¡Mi ama! dijo; ¿qué la quereis, hijo mio?

— Deseo hablarla, respondí.

— ¿Para pedirla limosna, no es esto? replicó la jóven.

— No tal, dije.

Pero advirtiendo que en el fondo la criada no se habia equivocado, me callé, y el carmin tiñó mis mejillas.

La criada de mi tia — segun ella misma habia dicho, — guardó el arroz en su saco y salió, diciéndome que podia seguirla, si queria saber donde vivia , si queria conocer la casa de miss Trotwood.

No tuve necesidad de que me lo repitiese dos veces y la seguí, por mas que mi agitacion fuese tal que apenas pudiesen sostenerme mis piernas. No tardamos en llegar á una linda casita aislada con ventanas cimbradas : delante de la casa un jardin bien cultivado, con calles de arena menuda, embalsamaba el aire con el perfume de sus flores.

— Aquí está la casa de miss Trotwood, dijo la criada : todo lo que puedo hacer es enseñárosla.

Y en seguida me dejó allí como para desembarazarse de toda responsabilidad con respecto á mí.

Permanecí, pues, al lado de la puerta, con los ojos fijos en las ventanas; en una de ellas, una cortina de muselina medio corrida me permitia ver una mesita y un sillon, que me sugirió la idea que mi tia podia muy bien hallarse sentada allí.

Ya he dicho que mis zapatos se hallaban en un estado espantoso de miseria; apenas conservaban un resto de su forma primitiva, pues la suela estaba agujereada, los talones torcidos y la piel acuchillada. Mi sombrero, que tambien me habia servido de gorro de dormir, no se parecia en nada á un sombrero. Mi camisa y pantalon, ensuciados con el sudor, la escarcha, el cesped y la arcilla del condado de Kent, hubieran bastado para asustar á los gorriones del jardin de mi tia. Ni el cepillo, ni el peine habian tenido nada que ver con mi cabellera desde mi salida de Lóndres. Mi cútis estaba negro y curtido á causa del viento y del sol; por último, de los piés á la cabeza tenia una capa tan espesa de polvo, que parecia haber salido de un horno de yeso.

Hé ahí mi apariencia exterior; no podia disimularme lo poco á propósito que era para producir una impresion favorable en mi temible tia, si continuaba en el deseo de llegar así hasta ella; pero retroceder era imposible.

¿Qué es lo que iba á decir ? ¿Se burlaria de mí? Se me figura que ya iba á alejarme para reflexionar, cuando ví salir de la casa una señora con un pañuelo atado por encima de su papalina, con guantes en las manos, con un gran saco que colgaba de su cintura, parecido al que llevan los guardas de los portazgos y una hoz pequeña para cortar las flores.

Reconocí inmediatamente á miss Betsey, pues salió de su casa del mismo modo que habia entrado en nuestro jardin de Blunderstone, segun la descripcion que tantas veces me habia hecho mi madre.

— Marchaos, me dijo miss Betsey, describiendo un semi-círculo en el aire con su hoz, ¡marchaos! no queremos aquí ningun chiquillo.

Seguíla con la vista, con el corazon en los labios, cuando se dirigió á un rincon del jardin y se puso á arrancar alguna maleza.

Entonces, con un acceso de valor, ó mejor dicho de desesperacion, abrí la verja y me escurrí sin meter ruido hasta cerca de donde se hallaba.

— Perdonad, señora, dije, tirando de su vestido con la punta de los dedos.

Se estremeció al erguirse y miró :

— Mi querida tia.

— ¡Eh! exclamó miss Betsey con un acento de asombro imposible de describir.

— Tia mia, yo soy vuestro sobrino.

— ¡Oh! ¡poder de Dios! esclamó mi tia. Y aquella vez fué tal su asombro que sus piernas flaquearon, pues se sentó en medio del jardin.

Sin embargo, continué :

— Soy David Copperfield, de Blunderstone, á donde fuisteis el dia en que nací como me lo ha dicho mi pobre madre. He sido bien desgraciado desde que murió. Me han abandonado, no me han enseñado nada, me han dejado entregado á mí mismo, y me han condenado á un trabajo que no es conveniente para mí; por eso me he escapado y