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DAVID COPPERFIELD.

bierto de canas, aunque de edad regular; sus cejas eran negras y miraba un rollo de papeles atados con una cinta encarnada : el otro, representaba una dama de una fisonomía plácida y tranquila, cuyos ojos se fijaban en mí.

Sus ojos cautivaban los mios, cuando se abrió una puerta y ví un señor que venia hácia nosotros; al verle creí que era el mismo personaje que representaba el retrato : reconocí aun, que por mas que el retrato fuese muy parecido, ya habia algunos años que estaba hecho.

— Miss Betsey Trotwood, dijo aquel señor, tened la bondad de pasar á mi gabinete. Estaba ocupado, dispensad que os haya hecho esperar. No me pertenezco, soy de mis clientes, y ya sabeis por qué trabajo tanto; tengo un motivo.

Mi tia le dió las gracias y le seguimos a su despacho, que estaba amueblado como el estudio de un magistrado, con registros, libros, legajos, pergaminos, etc. La ventana daba á un jardin, y cerca de la chimenea habia un cofre de hierro empotrado en la pared.

— Y bien, miss Trotwood, ¿qué os trae por esta vuestra casa; una feliz casualidad? dijo Mr. Wickfield.

Era abogado y mayordomo de los dominios de un rico propietario del condado.

— No vengo para pleitear, no, dijo mi tia.

— Tanto mejor; mas vale venir por otra cualquier cosa.

La cabeza de Mr. Wickfield habia encanecido aun desde que habia hecho su retrato : su fisonomia era simpática; á mí me pareció hasta hermosa; su tez brillaba con ese matiz que se atribuye al vino de Oporto; el sonido de su voz revelaba tambien el mismo orígen.

Estaba vestido con aseo y gusto : llevaba un frac azul, un chaleco á rayas y un pantalon amarillo. Su camisa era tan fina, y su corbata de muselina tan blanca, que mi jóven imaginacion, sedienta de metáforas, las comparó al cuello de un cisne.

— Aquí teneis á mi sobrino, dijo miss Betsey.

— Ignoraba que tuvieseis un sobrino, dijo Mr. Wickfield.

— Es decir, mi sobrino pequeño.

— Pues os juro que lo ignoraba.

— Le he adoptado, prosiguió mi tia, cuyo gesto indicó claramente que le importaba poco que ignorase ó supiese de antemano lo que le decia. Le conduzco aquí para meterle en un colegio, donde le eduquen y traten bien. Haced el favor de informarme si conoceis alguno.

— Antes de aconsejaros convenientemente, dijo Mr. Wickfield, permitid que empiece por mi antigua pregunta. ¿Cuál es vuestro motivo?

— Seriais capaz de hacer perder la paciencia al mismo Job, exclamó mi tia, con vuestra manía de buscar otra cosa que la que se os presenta. ¿Por qué quereis que se ponga á este niño en un colegio, sino para enseñarle á ser feliz al enseñarle á ser útil?

— Debe ser un motivo doble, dijo Mr. Wickfield, meneando la cabeza con aire incrédulo.

— ¡Doble broma, mi querido Mr. Wickfield! replicó mi tia. ¿Pretendeis tener el monopolio de los motivos simples y directos en este mundo?

— No, solo tengo un motivo, uno solo en mi vida, miss Trotwood, dijo Mr. Wickfield. Otros tienen doce, veinte, ciento, yo solo tengo uno y esa es la diferencia. Sin embargo, es separarme de la cuestion. ¿Me preguntais cual es el mejor colegio? Cualquiera que sea el motivo, ¿quereis el mejor?

— Sí, el mejor.

— Nuestro mejor no podrá recibir hoy por hoy vuestro sobrino como interno, dijo Mr. Wickfield con aire reflexivo.

— Pero podrá dejársele en otro, mientras tanto, supongo, observó mi tia.

— Sí, sin duda, tal creo, dijo Mr. Wickfield.

Y despues de una corta discusion, propuso conducir mi tia al colegio, para que pudiese verlo y juzgar por sí misma.

— Desde allí, añadió, iríamos á visitar dos ó tres casas, donde tal vez podria vuestro sobrino entrar de pupilo.

Mi tia aprobó la proposicion, y nos íbamos á poner en marcha los tres cuando Mr. Wickfield se detuvo en la puerta y dijo :

— Nuestro querido colegial puede tener algun motivo que le impida entrar en nuestro ajuste; creo que lo mejor seria que le dejásemos aquí.

Mi tia parecia poco dispuesta á acordarle lo que deseaba; pero para evitar la discusion, declaré que me quedaria gustoso si lo deseaban, y entré en el estudio de Mr. Wickfield, donde me senté esperando el regreso.

La silla en que me senté se hallaba vuelta hácia un estrecho pasillo que daba á la pieza donde por primera vez habia visto el pálido rostro de Uriah