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DAVID COPPERFIELD.

que hizo con mucha ligereza y gracia. Así que acabó y que salimos con él para ir á la sala de estudios, quedé sorprendido al oir al viejo que le daba los buenos dias á la jóven y la llamaba mistress Strong.

Era la esposa del doctor.

— A propósito, Wickfield, le dijo el doctor, ¿habeis hallado algun empleo conveniente para el primo de mi mujer?

— Aun no, respondió Mr. Wickfield.

— Lo siento, replicó el doctor, pues Jack Maldon no tiene ni rentas ni oficio... La ociosidad basta á veces para conducirnos al mal, ya veis que la cosa urge.

— Es justo, dijo Mr. Wickfield; pero ¿no teneis otro motivo para buscar un destino al primo de vuestra esposa?

— ¿Qué otro motivo quereis que tenga?

— ¿En ese caso, no tendriais nada que observar acerca de un destino que obligaria á Jack á partir á las colonias?

— Nada.

— Me alegro, porque así la cosa puede arreglarse.

El doctor Strong miró á Mr. Wickfield con cierto aire de duda y embarazo que no tardó en cambiarse en una sonrisa, y aquella sonrisa disipó todos los temores de colegial que habia concebido en un principio. Aquella sonrisa revelaba una amabilidad bondadosa, calidad distintiva del doctor Strong.

La sala de estudios, gran pieza en la parte mas tranquila de la casa, daba sobre un jardin, y á cada lado de sus puertas habian colocado dos cajas verdes que contenian dos magníficos aloes, cuyos tallos con hojas duras, parecidas á hojas de hojadelata pintadas, han quedado para mí, desde entonces, como el símbolo del estudio y del silencio.

Unos veinte y cinco colegiales, ocupados sin ruido en estudiar sus lecciones, se levantaron para saludar al doctor, y al vernos con él siguieron de pié.

— Hé aquí, señores, un nuevo compañero, dijo el doctor : Trotwood Copperfield.

— El jefe de la clase, se acercó á mí y me dió la mano; tenia el aire de un jóven eclesiástico con su corbata blanca. Solícito y cortés me enseñó mi puesto, luego me presentó al profesor, dándome confianza, pero por mas que me recibieron perfectamente, debo decir que aquel dia, como algunos que siguieron, experimenté un encogimiento fácil de comprender. ¡Hacia tanto tiempo que no me habia hallado entre gentes de tan buenos modales! La vida que habia llevado en el almacen de vino, mis relaciones con la familia Micawber y los demás huéspedes de la cárcel me perseguian como un horrible recuerdo.

Me parecia haber perdido los modales de mi edad y rango con compañeros tales como Mick Walker y Patata-Farinácea. ¿No era una impostura entrar en un colegio como un chiquillo inocente, despues de la experiencia que tenia de la vida de Lóndres? Añadid, que me esperaba una humillacion al primer exámen que iba á sufrir, yo que pasaba en otro tiempo por un chico listo, me encontré justamente á la misma altura que aquellos que tenian dos ó tres años menos que yo. ¿Pero qué inteligencia no se hubiese embrutecido con el oficio que me habian enseñado?

Ví aproximarse con gusto la hora del medio dia, pues en mi calidad de externo podia marcharme: con los libros debajo del brazo, volví á la casa gótica de Mr. Wickfield. Tal era la influencia de aquel tranquilo edificio, que apenas apoyé mi mano en el aldabon, no sentí miedo ninguno. Subí á mi cuarto, y no pensé mas que en mis lecciones hasta la hora de comer. A las cinco bajé al primer piso y hallé á Ines en el salon, esperando á su padre que estaba en su despacho con un cliente.

Preguntóme con su encantadora sonrisa si me agradaba el colegio.

— Tengo confianza que cada vez me agradará mas, una vez que me acostumbre. ¿Y vos, Inés, habeis ido alguna vez á la escuela?

— ¡Oh! sí, voy todos los dias.

— ¿Quereis decir que aquí, en vuestra casa, teneis un colegio?

— Mi padre no podria dejarme ir á la escuela á otra parte. Bien sabeis que es preciso que tenga á su lado su ama de llaves.

— Os quiere mucho, bien seguro estoy.

— ¡Que si me quiere! ¡Oh! sí, muchísimo. Y despues de haber escuchado un momento, creyendo haber oido los pasos de Mr. Wickfield, añadió :

— Mi madre murió al poco tiempo de nacer yo; no conozco mas que su retrato; ayer os ví ocupado en mirarlo... ¿Creiais que era el retrato de mi madre?

— Sí, por lo mucho que á él os pareceis.

— Eso cree mi padre, dijo Inés.

— ¡Ah! esta vez ¡es él! Y llena de gozo se abalanzó á él.