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DAVID COPPERFIELD.

Y ambos, llorando á mas y mejor, nos arrojamos en los brazos uno de otro.

Me miró atentamente, y noté que sus manos temblaban como si quisieran juntarse.

- Lo digo porque quisiera dirigiros una ó dos preguntas respecto á una casa de ese pueblo..: ¿ Cómo le llaman?... Rookery; si, eso es, Roo- kery.

Peggoty dió un paso atrás, y su gesto de asom- bro parecia querer alejarme de su lado.

- ¡Peggoty! exclamé.

- ¡Hijo mio! respondió...

Y ambos, llorando á mas y mejor, nos arroja- mos en los brazos uno de otro.

No describiré las extravagancias de Peggoty, sus carcajadas, el orgullo de su alegria y la expresion simultánea de su dolor.

Echando una ojeada al pasado, exclamó:

- ¡Ah! ¡si aun viviese... qué orgullosa se pon- dria... y cómo le abrazaria!..

Queria hablar de mi pobre y santa madre.

No me turbé absolutamente nada ante el pensa- miento de dominar mis emociones, temiendo apa- recer un ehiquillo.

Jamás lloré tanto como aquel dia.

- Barkis tendrá muchisimo gusto en veros, dijo Peggoty secándose sus ojos con el delantal, y le aprovechará mas que cualquier emoliente que le ponga. ¿Quereis que vaya á decirle que estais aqui? ¿ Quereis sabir á su lado, hijo mio?

- ¡Que si quiero!...

Subimos; pero Peggoly, que me precedia, se volvió dos ó tres veces en la escalera para llorar y reir aun, apoyándose en mi hombro. En fin, entró en el cuarto de Barkis para preparar mi visita, y me presenté delante del inválido.

Me recibió con entusiasmo : demasiado atacado de reumatismo para cambiar conmigo un apreton