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DAVID COPPERFIELD.

morzar y no venia hasta bien entrada la noche. ¿ En qué pasaba el dia Steerforth? No lo sabia pre- cisamente, y me bastó saber generalmente que se divertia sin gran dificultad, tal era su ingenio. Tampoco tardó en adquirir popularidad entre los pescadores.

En cuanto á mi, no me cansé de visitar los luga- res cuyo recuerdo me habia encantado siempre. Volvi á ver con cierta alegría melancólica el ce- menterio de la aldea donde naci, el sepulcro donde reposaban mis padres, aquel sepulcro que en otro liempo excitaba en mi una compasion tan curiosa, cuando solo cncerraba las cenizas del que me dió el ser... Peggoly habia continuado cultivando aquel terreno, y gracias á sus cuidados al rededor de la tumba habia un verdadero parterre de flores, aun durante el invierno.

Leia y releia el epitafio, uniendo todas mis espe- ranzas de porrenir á aquellos seres que me habian amado, y cuando de repente sonaba el reló de la iglesia en medio de mi paseo solitario, se me figu- raba oir una santa voz que respondia à la noble ambicion de mi reconocimiento filial, como si con el eco de la campana murmurase la voz de mi madre en el eielo.

Nuestra antigua morada habia cambiado mucho. El nuevo dueño habia hecho desmochar los árboles, y los nidos, tan respetados por mi padre, habian desaparecido. El nuevo inquilino era un pohre maniaco que habitaba solo en la casa con los guar- dianes encargados de cuidarla; por lo cual el jar- din estaba casi ineulto. Aquel desdichado pasaba casi todo el dia á la ventana de mi cuarto, desde donde miraba el cementerio.

Al distinguirle alli me pregunté si sus visiones se parecian á las mias, en la época en que, levantán- dome al salir el sol, seguia con los ojos los corde- rillos que triscaban tranquilamente la verde yerba que crecia al rededor de las losas tumulares.

Nuestros vecinos Mr. y mistress Grayper, habian emigrado á la América meridional. La lluvia habia hecho goteras en el tejado y manchado las paredes exteriores de la easa; Mr. Chillip se habia casado con una mujer mas alta que un gendarme, hueso- sa y nariguda. Le habia hecho padre de un niño, con cara asustadiza, paseando á su alrededor unos ojos tímidos y pálidos, como si le costase trabajo acostumbrarse á la luz y á la vida.

Cuando el crepúsculo me advertia que era la hora de regresar á Yarmouth, volvia á tomar mi camino, evocando las mismas imágenes, y si Steer- forth me esperaba, contábale con júbilo mi paseo, ó si estaba ausente, Peggoty era quien me escu- chaba, mientras que yo hojeaba el famoso libro de los cocodrilos, libro de mi primera infancia, que ella conservaba como un monumento. Acostibame en seguida, agradeciendo al cielo por haber dado al huérfano una segunda madre con mi generosa tia, una sirvienta tal como Peggoly y un amigo como Steerforth.

Cuando volvia de aquellas escursiones solitarias, me aprovechaba gustoso de una lancha que acor- taba la distancia para los viajeros, y que me des- embarcaba en la playa, desde donde podia, dando un rodeo de algunos centenares de pasos, llegar á la vivienda de Mr. Daniel Peggoty alli me espe- raba casi siempre Steerforth, y caminábamos sienı- pre juntos hasta la ciudad, á través de la niebla de la noche.

Llegó el dia de despedirme de Blunderstone, pues á la mañana siguiente nos debiamos alejar de Yarmouth y sus alrededores :;euil no seria nmi sorpresa, cuando al regresar por la noche quedé no poco sorprendido al hallar solo á mi amigo, sentado á la lumbre y pensativo ! Se hallaba sumi- do en reflexiones tan profundas, que no me oyó entrar, y se estremeció cuando apoyé una de mis manos en su hombro.

- Llegais, me dijo, con cierto aire de mal hu- mor, como el fantasma de la reconvencion.

- Ha sido preciso, respondi, anunciarme de cierto modo : os he hecho acaso caer de los as- tros?

- No tal, añadió.

- ¿ Pues de dónde? dije sentandome á su lado.

- Contemplaba las liguras fantásticas del fuego.

- No quercis que las examine como vos? le pregunté, viéndole atizar vivamente y hacer volar por la estrecha chimenea millares de chispas.

- No las hubierais visto, respondióme... odio esta hora vaga que no es noche ni dia. ;Qué tarde volveis! ¿A donde habeis ido?

- A dar un adios á mi paseo de Blunderstone.

- Y yo, añadió Steerforth, echando una mira- da á su alrededor, pensaba, al ver la soledad y si- lencio que reinaban aqui hace poco, que llegaria un tiempo en que esta familia, que tan feliz halla- mos el dia de nuestra llegada, se veria dispersada sobre la tierra ó confundida entre los muertos ó agobiada por cualquier desgracia... Por qué no