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DAVID COPPERFIELD.

estar al corriente de todas las vueltas y revueltas de este laberinto!

Noté tambien inmensos registros manuseritos intitulados : libros de testimonios, sólidamente en- cuadernados y atados juntos por séries volumino- sas, una por eada causa, como si cada una compu- siese una historia de diez ó doce volúmenes en fólio.

Todo esto tenia el aire de una complicacion su- mamente costosa, y me daba una singular idea de la profesion de proctor.

Recorri con vista ansiosa los rótulos de aquel arsenal de derecho canónico de Inglaterra, cuando oi que en el vestibulo contiguo resonaban pasos, y al poco rato entró Mr. Spenlow con toga negra adornada de armiño ó de una piel blanca : al entrar se descubrió para saludarme.

Era un hombrecillo rubio, que calzaba unas bo- tas muy relueientes, llevando unos cuellos muy almidonados, una corbata muy tiesa, el frae abo- tonado de arriba abajo, limpio, aseado en todo su traje, y que debia rizarse muy artisticamente sus patillas. Sospeché que un corsé le ajustaba el talle, tan tieso iba, tanta dificultad tenia para doblarse : cuando estaba sentado y queria moverse para coger algun papel, hacia las mismas contorsiones y se doblaha como un polichinela. Su reló, al que echó una ojeada durante nuestra visita, estaba sujeto á una cadena de oro tan pesada que hubiera podido servirle á un macero.

Mi tia le habia prevenido del objeto de nuestra visita, y apenas me presenté, el buen procurador me dijo con aire cortés:

- ¿Quiere decirse, Mr. Gopperficld, que teneis la intencion de seguir nuestra carrera? Por casua- lidad habia informado á miss Trotwood, la última vez que tuve cl gusto de verla, que aqui habia un puesto vacante. Miss Trotwood fué bastante buena para decir que tenia un sobrino, objeto de su espe- cial euidado y á quien deseaba procurar una pro- fesion distinguida. Al susodicho sobrino creo que es á quien tengo el gusto de...

Su pantomima acabó la frase y me hizo un sa- ludo à lo polichinela.

Devolvíle el saludo y respondi que en cfecto mi tia me habia propuesto ser proetor. Suponia que aquella profesion me agradaria, y mucho, aunque no podia asegurarlo positivamente antes de tener una idea de ella para formármela, al menos, con- taba con que no me obligaria á firmar un compro- miso formal hasta que hubiese ensayado algun liempo de antemano.

- ¡Oh! ;eiertamente! ;eiertamente! dijo Mr. Spenlow; en esta casa se propone invariablemente á todo el mundo un mes de noviciado. Tendria el gusto de proponeros por mi parte dos... tres, un periodo indefinido... pero tengo un socio, Mr. Jor- kins...

- ¿Y la cantidad que hay que entregar es de mil libras esterlinas? le pregunté.

- Si, comprendiendo en ellas el sello, respon- dió Mr. Spenlow. Como ya se lo he manifestado á miss Trotwood, no me guia ningun interés pecu- niario; pocos hombres hay que miren eso con mas desprecio que yo; pero Mr. Jorkins tiene sns opi- niones respecto á este particular, y yo me veo obli- gado á respetarlas. En suma, Mr. Jorkins juzga que mil libras esterlinas no es bastante.

- Sostengo, señor, añadi, deseando siempre mirar por los intereses de mi tia, que si un pasante, que entrase en el bufete fuese sumamente útil y adquiriese los eonocimientos que requiere la pro- fesion (aqui me ruboricé, pues parecia que me alababa á mi mismo...), sostengo, decia, que du- rante el último año de pasantle...no hay costum- bre de remunerarle algo?...

Mr. Spenlow hizo un gran esfuerzo, y sacando su cabeza de la corbata, sacudióla dando á enten- der que no, antes de que yo pudiese pronumeiar la palabra sueldo.

- No. No os diré lo que por mi parte haria res- pecto á esto, Mr. Copperficld, si no estuviese aso- ciado á otra persona; pero Mr. Jorkins es inque- brantable.

La frecuente evocacion de Mr. Jorkins me des- concertó completamente, lo confieso. Mas tarde supe que era un hombre de un caricter dulce, de buena sociedad, que le gustaba la calma, y cuyo papel en la soeiedad, que llevaba su nombre al lado del de Mr. Spenlow, era mantenerse en segundo término y ser representado sin cesar como el mas duro é intratable de los mortales.

Si un pasante pedia que le aumentasen sus emo- lumentos, Mr. Jorkins rehusaba de la manera mas absoluta dar oidos á semejante proposicion.

Si un cliente se habia retrasado en pagar su mi- nuta, Mr. Jorkins exigia el reembolso inmediato : dar aquel paso le costaba mucho á la sensibilidad de Mr. Spenlow, para quien era, con efecto, un caso penoso; pero Mr. Jorkins no entendia razon.