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DAVID COPPERFIELD.

¡Oh! ¡aspecto odioso de mi alojamiento, donde habia tenido lugar la orgía!...

En la oscuridad habia desaparecido la puerta. La busco detrás de las cortinas de una ventana, y Steerforth, riendo, me coge del brazo y me condu- ce à la escalera. Bajamos los escalones con bastan- te suerte hasta los últimos peldaños, desde donde rodó alguno de nosotros.

Aseguran que soy yo, que me incomodo por semejante calumnia; pero reconociendo que es- taba tumbado en el portal, empecé à pensar que podria ser muy bien que tuviesen razon en decir aquello.

La noche estaba nublada, una aureola rojiza cubria todos los faroles de la calle. Hace una nie- bla !.. dijo uno.- No, respondi, hiela. Me detu- ve en un guarda-canton, donde Steerforth me puso mi sombrero en la cabeza, despues de haberle dado su forma, que tan singularmente habia per- dido, no sé cómo ni dónde.

- ¿Qué tal estais ahora, Copperlield? me pre- guntó Steerforth.

- Perfectamente bien, mi querido amigo, le respondi.

¿Quién tomó y pagó los billetes en la puerta del teatro? - No lo sé. Hénos aqui en la sala; qué calor! se me figura que el patio cchaba humo; im- posible distinguir á nadie en medio de aquel mar de cabezas.

Apenas si oimos los actores : nos ercemos aton- tados por la araña.

- Señores, dice uno de nosolros; estamos muy arriba ; vamos å colocarnos en un palco.

Hacemos que se nos abra la puerta de un palco, å donde solo se puede ir vestido de etiqueta : alli nos introducimos sin mas ni mas, bien que estaba ocupado por dos señoras y un caballero. ; Silen- cio!» gritan desde el patio, y aquel grito se dirige