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DAVID COPPERFIELD.

ella estaba en el teatro. Ella me conoeió mas fá- cilmente, y no sé si mi emocion le pareceria el efecto de otra nueva borrachera.

Poco á poco, juzgándome mas favorablemente por las respuestas que di á algunas de sus pregun- tas, se sirvió convidarme á comer para el dia si- guiente. Acepté y me marché.

Al bajar dejé en el despacho de Mr. Waterbrook una tarjeta para Uriah.

Al dia siguiente, apenas habia traspuesto el qui- cio de la puerta, que el olor me advirtió que no era yo el único convidado, y otra cosa lo confirmó aun mas, pues hallé en la entrada de la sala, para anunciarme, al mismo muchacho que habia ayu- dado á mistress Crupp y que fingia no saber cómo me llamaba. Le agradecí su discrecion, pues su conciencia era cómplice de la mia.

Mr. Waterbrook estuvo sumamente cordial, y mistręss Waterbrook tan amable como podia de- searlo; presentóme á algunos caballeros que de- bian comer con nosotros.

- Esperamos aun á Mr. Traddles, me dijo el dueño de la casa.

- ¡Mr. Traddles! es uno de mis compañeros de colegio, y le recuerdo como á un chico excelente.

- Debe ser él, replicó Mr. Waterbrook con ese aire protector con que hablan las personas de ne- gocios de los que dependen de ellos. Está incorpo- rado á los tribunales... Ah! si, teneis razon, es un excelente sugeto que no tiene mas enemigo que él mismo.

- ¿ Él es su propio enemigo? pregunté suma- mente contrariado al saber esto.

- Me explicaré, dijo Mr. Waterbrook haciendo una especie de gesto significativo y jugando con los sellos de su reló, como un hombre á quien sonrie la prosperidad. Traddles es uno de esos jó- venes que se hacen daño á si mismos. Si llega á reunir un millon, mi sorpresa será inmensa. Me lo recomendó un colega, y haré por él algo : redacta hastante bien uma memoria... puedo serle útil... si, sí...

En aquel momento entró Traddles, y asi que hubo saludado á los amos de la casa, reanudamos antiguas amistades.

En la mesa no estuvimos uno al lado del otro; tuvo necesidad de marcharse apenas concluyó de comer, pues debia ir de viaje por un mes á la ma- ñana siguiente; nuestra conversacion no fué, pues, muy extensa. Lo dejamos para su vuelta.

Despues de mi conversacion con Inés podrá juz- garse si me encantaria ó no hallarme con Uriah en la mesa, donde se mostró indudablemente tan humilde como siempre. Dirigile muy poco la pala- bra, y se mantuvo á una respetable distaneia de mi, como de otras personas con quienes tenia la honra de comer pero cuando volvia á mi casa noté que me seguia, aproximándose cada vez mas, hasta dar codo con codo, y entonces me suplicó humildemente que le permitiese acompañarme. No cabia duda que descaba hablar á solas conmi- go. Me acordé de la recomendacion que se me habia hecho la vispera, y como mi escalera no es- taba alumbrada, le cogi de la mano para que no tropezase en la pared. Yo darle la mano!!! A fé mia que hubo un momento en que crei tener co- gido un sapo, y estuve tentado de dejar escapar el reptil.

Una vez en mi cuarto, ofrecile que se sentase en un sofa, aunque violentándome : tenia una edad en que se disimulan mal las pasiones.

- Probablemente, me dijo, habreis oido hablar de un cambio en mi posicion social, Mr. Copper- field.

- Si, respondi, me har hablado.

- ¡Ah! continuó friamente, ya supónia que miss Inés lo sabria. Me alegro mucho saber que ella no lo ignora. Ah! os lo agradezco mucho mi que... Mr. Copperfield.

Mi saca-botas se hallaba como siempre al lado del tapiz de la chimenea : de buena gana se lo hu- biera tirado á la cabeza por haberme hecho caer en su lazo; pero pude contenerme.

- ¡Qué buen profeta habeis sido, Mr. Copper- field! prosiguió. ;Qué excelente profeta, bendito sea Dios! Recordais haberme dicho una noche que quizás llegaria á ser el socio de Mr. Wickfield en su bufete, y que entonces seria la razon social « Wickfield y Heep » ? Quizis no lo recordeis; pero cuando uno es humilde, Mr. Copperfield, semejam- les palabras las guarda en la memoria como un tesoro,

- Recuerdo, en efecto, le repliqué, haber ha- blado de eso, aunque entonces no podia creer la cosa muy factible.

- ¡Ah! quién lo hubiera dicho, Mr. Copper- field! exclamó él con entusiasmo. Yo mismo no lo creia. Recuerdo haberos contestado que era dema- siado humilde, y me tenia por tal, real y sincera- mente.