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DAVID COPPERFIELD.

Spenlow, por mas que hace un minuto era aun bien triste.

El invernadero no estaba lejos, y entramos en él.

- ¿Es un cumplimiento, ó quereis dar á enten- der que el cielo ha cambiado completamente?

Tartamudeé mas al responder:

- No es un cumplimiento, sino pura y lisa- mente la verdad; el cielo no creo que haya cam- biado; lo único que ha cambiado es el estado de mi corazon.

En mi vida he visto semejantes rizos de pelo... ¡Cómo verlos si no han existido otros iguales! Bajo aquellos bucles, Dora trataba de ocultar su encan- tador rubor.

En cuanto al sombrero de paja y á los lazos de cintas azules que llevaba en la cabeza, si hubiera podido sorprenderlos en mi habitacion de Buckin- gham-street, me hubiera creido posesor de un tro- feo inestimable.

- ¿Llegais de Paris? le pregunté.

- Si, me respondió; ¿lo conoceis?

- No.

- ¡Ah! Si vais, como espero, ya vereis como os gusta.

Mi rostro manifestaba el mas vivo dolor; espera- ba que fuese, que pudiese irme; era desconsolador.

Desprecié Paris, la Francia; dije que por nada de este mundo abandonaria Inglaterra en aquellas cireunstancias; no, nada me decidiria à ello...

En una palabra, aun ocultaba su rubor bajo sus bucles, cuando el perrillo acudió en nuestro socorro.

Tenia unos celos feroces de mi, y no hacia mas que ladrar. Dora le cogió en brazo... Oh! feliz y envidiado Jip!... Cada vez que le acariciaba mas, el maldito ladraba con mayor fuerza... Quise pa- sarle la mano para hacer las paces con él, pero el